Nuestra predicación no está avivada porque procede de un corazón de piedra. La verdad es que predicamos por razones erróneas. Nuestra meta es muy baja. Si fuéramos francos con nosotros mismos, nos daría vergüenza admitir nuestros verdaderos motivos para predicar, que no es traer bálsamo espiritual a la afligida grey del Señor. No, los motivos por lo general son menos nobles, más carnales, más egoístas y más mercenarios en naturaleza.
Los “ídolos” comunes de la predicación
> Predicar por salario.
> Predicar para atraer multitudes.
> Predicar para agradar a la audiencia.
> Predicar para promover nuestro conocimiento.
> Predicar para publicar algún libro.
> Predicar para proteger nuestro “reino”.
> Predicar para pasar el tiempo.
Si somos francos, admitiremos que con frecuencia hemos puesto nuestro sacrificio sobre los lugares altos antes mencionados y no sobre el verdadero y sagrado altar de Dios para la predicación. Predicamos por razones erróneas y luego nos preguntamos por qué es que no podemos poner el corazón y el alma en ello. Permítanme elaborar.
1. Predicamos por salario. La predicación es por un llamado y por vocación, pero es mucho más que eso; es un llamado divino. Deberíamos predicar más de lo que esperamos que nos paguen por predicar. La Palabra de Dios nos advierte en contra de predicar por dinero (1 Pedro 5:2; 1 Ti. 6:5–10). Sin embargo, fácilmente podemos llegar a ser “pistoleros a sueldo”, mercenarios en necesidad de sobrevivencia; y así, predicamos para ganar dinero. Un predicador comprado es un predicador que da lástima; sus sermones y su vida dan lástima. Haríamos bien en imitar a Eliseo en su ministerio en vez de tener nuestros ministerios infectados por la lepra de la codicia (2 Reyes 5). Mejor es hacer tiendas para financiar el ministerio que ser un asalariado de las personas en necesidad de un profeta que les traiga comezón de oídos. Pablo pudo ser arrojado y apasionado porque “no codició ni la plata ni el oro ni el vestido de nadie” (Hch. 20:33).
2. Predicamos para atraer una multitud. El mundo entero está enamorado de las grandes multitudes y estamos en competencia unos con otros para ver quien construye una iglesia más grande. En el camino hacia los “lugares altos” hay muchos predicadores sacrificando la verdad por el placer de atraer una multitud. Bajo el disfraz de la evangelización, de relacionarnos con una nueva generación, y hacer atractiva la verdad, hemos sacrificado la verdad que salva y santifica sobre el altar de los números.
3. Predicamos para complacer a la audiencia. Predicamos para complacer a las personas, no para hacerles bien espiritualmente. Damos sermones llenos de “calmantes religiosos” en lugar de palabras saludables y sanas que beneficien a las personas en el presente y por la eternidad. Tales predicadores tienen temor de expresar las verdades duras y necesarias para no perder su audiencia.
Debemos preguntarnos: “¿Estamos aquí para entretener una multitud o somos llamados para hacer que la gente vuelva a Cristo y a que vivan en santidad?” Se nos ha advertido acerca del carácter de algunos en contra de las sanas doctrinas (2 Ti. 4:3–4). Cristo nos enseñó, por su propio ejemplo, que nunca debemos jugar con la multitud (Jn. 6:64–69). O como Pablo dijo: “Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gá. 1:10). Como ministros de Dios, somos llamados a declarar a la gente lo que necesitan oír, no lo que quieren oír. Deberíamos tener la actitud del pastor que fue reprendido por sus diáconos.
–Pastor, usted está acariciando el gato al revés.
–Bueno, entonces –dijo el pastor–, volteen el gato.
No deberíamos tener temor de acariciar el gato al revés.
4. Predicamos para promover nuestra enseñanza. Algunos de nosotros pensamos que el púlpito es un lugar para dejar admirada a la audiencia con nuestra enseñanza. Creemos que es un triunfo cuando predicamos cosas profundas y que nadie las comprende, y el servicio termina con comentarios como: “Usted fue muy profundo hoy, pastor”. Lo cual pudiera ser muy bueno para nuestros egos intelectuales, pero es muy poco para la necesidad espiritual de nuestra gente. Lo axiomático es la claridad. Debemos ser entendidos o todo está perdido. El gran apóstol Pablo tuvo eso como meta (1 Co. 14:19).
Nuestro Señor fue un predicador de lo simple y tuvo gran efecto sobre las masas. Lucas escribió que “todo el pueblo estaba pendiente de El, escuchándole” (Lc. 19:48). Se dice que Juan Wesley primero predicaba sus sermones a sus sirvientas para asegurarse que aun las más simples le entenderían.
5. Predicamos para publicar un libro. Esto es el reverso de nuestros propósitos al pensar que podemos usar nuestra audiencia como objetivo para este fin. Todos saben que la palabra escrita no es como la palabra hablada. Casi en todos los casos donde un gran predicador ha tenido sus sermones impresos es porque sus sermones le han hecho mucho bien a su gente. Si sus sermones valen la pena predicarse, valdrán la pena imprimirse. Pero manténgase en su prioridad principal: Predique para ayudar a las personas.
6. Predicamos para proteger nuestro “reino”. Como los enemigos del evangelio en los días de los apóstoles, tal vez refrenemos la declaración del consejo de Dios y en lugar de eso poseer el espíritu de Diótrefes (3 Jn. 9–10). El pueblo de Dios no es propiedad de nadie, excepto del Señor. Nuestra meta es presentar a cada uno completo en Cristo (Col. 1:28), no usarlos a nuestro antojo.
7. Predicamos para pasar el tiempo. Algunos hombres se agarran del púlpito como un cobertor de seguridad hasta que encuentren pastos verdes o hasta que lleguen a la edad de jubilarse y cumplir con los requisitos para los beneficios de la jubilación. Podríamos impedir la obra de Dios al ocupar un puesto sin ningún deseo de avanzar la causa de Cristo. Un ministro “que estorba” es solo eso: un estorbo. Todos deberíamos seguir el refrán dado por un director de empresa: “Sé un guía, sé un seguidor, o quítate del camino”.
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