¿Por qué estudiar Los Hechos de los apóstoles? 

Por David Gooding

   Supongo que la primera razón, la más obvia, para estudiar Hechos podría ser: para aprehender algunos datos directos y honrados sobre los comienzos del cristianismo y sobre el mundo antiguo en el que nació. Y hoy en día esta razón se ha convertido en algo urgente. 

   Como ven, es evidente que la mente moderna considera poco atractivos algunos rasgos del cristianismo. No se trata, claro está, de la enseñanza sobre el amor y la paternidad de Dios. Ni de su insistencia sobre temas sociales, el cuidado de los niños y los ancianos, amar al prójimo como a nosotros mismos… a pesar de que la gente masculle entre dientes diciendo que este último consejo raya la perfección y no puede ponerse en práctica. 

   No, las cosas verdaderamente ofensivas moderna son, primero, el ámbito sobrenatural del cristianismo: su afirmación de que Jesús es Dios encarnado, que resucitó corporalmente de la tumba y ascendió al cielo, y que vendrá de nuevo literalmente. Y segundo,   su exclusivismo dogmatico:  su insistencia en que no es posible hallar la salvación en otro que no sea Cristo, de que «no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos». Así que en que en muchos países occidentales modernos el cristianismo tradicional, que enfatiza estos rasgos, ha perdido decididamente su atractivo, y el número de miembros de las iglesias cristianas ha caído en picada. 

   Ningún cristiano puede ser testigo de todo esto y quedarse tranquilo; pero una de las características más alarmantes de esta situación es cierta receta para la recuperación espiritual que hoy en día se nos presenta con frecuencia, no por parte de los no cristianos, claro está, sino de los que estamos dentro. Cada vez más escuchamos a teólogos y líderes de iglesias de todo tipo que nos exhortan con la idea de que el evangelio cristiano puede volver a adquirir efectividad en el mundo moderno si los cristianos estamos dispuestos a actualizar el evangelio, a interpretarlo en términos que no supongan dificultades insuperables para la mente moderna. 

   Y nos aseguran que puede hacerse, fácilmente, además, después de todo, las cosas que la mente moderna encuentra en el evangelio cristiano no son, dicen ellos, una parte esencial de éste. Sólo encajaban en ese estadio de crisálida del cristianismo. Formaban parte del pensamiento primitivo precientífico propio del mundo antiguo, y conformaban esa corteza natural, y quizás necesaria, que protegía y alimentaba los primeros y humildes brotes de la vida y el pensamiento verdaderamente cristiano que había dentro. Pero nunca fueron parte esencial de esa vida. Ahora pueden dejarse de lado sin que esa vida sufra perjuicio alguno. Y deben serlo porque, para la mente moderna, dicen ellos, esos elementos llevan la marca de un estadio religioso en progreso, que se desarrollaba en un entorno precientífico. Además, en aquellos tiempos el conocimiento que tenía cada persona del mundo que le rodeaba era muy limitado y tenían la sensación de que su religión era la única válida, igual que un niño piensa -y hay que permitirle pensarlo para que se sienta seguro- que su papá es el único papá de quien poder fiarse en este mundo. 

   Pero si queremos que el cristianismo acceda de algún modo a la mente moderna, aseguraban ellos, ahora debemos liberarlo de esa envoltura contingente y sobrenatural propio de la fase de la crisálida, y presentarlo como una mariposa ya formada, atractivamente adaptada a la atmósfera científica y secular del mundo moderno.

  Y además, añaden, tendrá que tomar en consideración el hecho de que ya no es la única mariposa en el jardín. La ampliación moderna de nuestro conocimiento sobre el mundo ha abierto los ojos de la gente para ver si hay otras religiones, igualmente atractivas, que extraen su néctar de otras flores. Por consiguiente, apremian tales pensadores, lo que necesitamos es dejar de intentar convertir a las personas de otras creencias y en lugar de eso, por medio del diálogo, sacar provecho y combinar las distintas visiones de todas las religiones, incluyendo el cristianismo. Hay una cosa, advierten, que la mente moderna ni puede ni piensa tolerar un minuto más: las exigencias monopolizadoras del cristianismo obsoleto y fundamentalista. En el mundo antiguo tuvo éxito, pero en el nuestro no puede sobrevivir. 

   Pero antes de que nos traguemos este argumento en apariencia plausible, sería aconsejable que releamos la historia que escribió Lucas sobre la aparición del cristianismo, aunque sólo sea para no caer de cabeza en un tipo espectacular de autoengaño, provocado por la mera ignorancia, el olvido o los hechos. La narración de Lucas, si la leemos con inteligencia y reflexión, nos demostrará, como mínimo, lo siguiente: nuestro mundo moderno, a pesar de todos sus progresos científicos y tecnológicos, no es esencialmente distinto del mundo antiguo en el que nació el cristianismo. Imaginar lo contrario es una falacia fundamental. De hecho nuestro mundo occidental post-cristiano, lejos de ser diferente al mundo del siglo I, cada día se le parece más.

   «Nuestro mundo moderno y científico ni cree ni quiere creer n la posibilidad de que los cadáveres salgan de sus tumbas», dice alguien, como si en este sentido el mundo moderno se diferenciara en algo del antiguo.

   Pero el hecho es que la mayor parte de las personas que vivían en el mundo antiguo tampoco creían en esa posibilidad. Los epicúreos, a los que Pablo se dirigió en Atenas [Hechos 17:18], creían que el mundo estaba compuesto por átomos, y sostenían una teoría en la de dioses, pero, como los teólogos que hace unos años escribieron el libro “The Myth of God Incarnate” (El mito del dios encarnado),* sostenían (por diferente motivos) que los dioses nunca habían intervenido en nuestro mundo ni lo harían. Su teoría científica enseñaba que el alma humana, así como el cuerpo humano, se componía de átomos materiales. Tras la muerte, los átomos del cuerpo y los del alma se separaban. El alma se desintegraba de inmediato, y el cuerpo, más tarde. Nada sobrevive, excepto los átomos individuales. Por tanto, sobre una base científica, rechazaban la posibilidad de la resurrección. Por supuesto, Pablo les predicó, a pesar de todo, la resurrección de Cristo [Hechos 17:31].

   La mayoría de los griegos creían en la supervivencia del alma tras la muerte. Platón, aunque no Homero, se lo había enseñado (si es que hacía falta que nadie se lo enseñara). Pero ninguno creía en la resurrección del cuerpo. Su gran poeta clásico, Esquilo, había afirmado que tal cosa no existía. Por consiguiente, cuando Pablo predicó la resurrección física de Cristo a los griegos atenienses, algunos se le rieron en la cara sin demasiada educación [Hechos 17:30-32].

   Pero no eran sólo los paganos los que no podían, o no creían, o no querían creer en la posibilidad de la resurrección física. Lucas nos dice que la primera oposición conjunta contra el evangelio cristiano provino de la religión judía; de hecho provino de los estratos más elevados de sacerdotes y en el templo de Dios, de Jerusalén. ¡Ellos tampoco creían en la posibilidad de que el cuerpo resucitara! Todos ellos eran, como un solo hombre, saduceos [Hechos 4:1-7; 5:17-18; 23:6-8]. Ni creían en la resurrección corporal ni en la existencia de los ángeles, ni siquiera en la supervivencia del espíritu humano después de la muerte. Y, lo que es más, ¡hubieran sido capaces de citar la Biblia para respaldar sus afirmaciones! 

   Este fenómeno de los religiosos pertenecientes a órdenes santas, con la Biblia en la mano, por así decirlo, que no sólo niegan la encarnación, la resurrección corporal y ascensión de Jesús, sino incluso la posibilidad teórica de que tales cosas sucedan, es un fenómeno que parece algo muy moderno, ya lo sé, y para muchos tiene el atractivo de ser «chic», «supermoderno», «vanguardista» y «adelantado al pensamiento moderno». El hecho es que es tan viejo como el nacimiento del cristianismo. La única diferencia es que en aquellos tiempos (aunque no por mucho tiempo, véase 1 Co. 15) tales personas estaban fuera de la Iglesia cristiana, no dentro.

   Por tanto, necesitamos urgentemente permitir que la historia de Lucas sobre el nacimiento del cristianismo nos recuerde hechos contemporáneos. Cuando se trata de falta de volunta para creer en la resurrección corporal del Señor Jesús, en el mundo religioso, filosófico, científico o meramente cultural, el mundo antiguo no era demasiado diferente del moderno. 

   

Por consiguiente, si los apóstoles hubieran escuchado consejos como los de nuestros avanzados pensadores modernos y hubieran eliminado su insistencia en la resurrección física de Cristo, entonces las iglesias cristianas nunca hubieran perdido miembros: jamás habrían existido (ver 1 Co. 15:12-20).

   O tomemos la afirmación cristiana de que la salvación se encuentra sólo en Cristo y no en ninguna otra religión o filosofía [Hechos 4:12]. Es evidente que molesta a muchas personas modernas: lo consideran un resultado de la ignorancia, por no decir arrogancia. Ellos dicen que era normal en el mundo antiguo, cuando el cristianismo era la religión oficial de un cultura monolítica, en la que la gente sabía muy poco sobre el mundo exterior, considerando que todo lo que venía de fuera era extranjero y hostil. Pero es que nosotros, dicen, ya no vivimos en un mundo así. Estamos bien metidos en el camino que lleva a una cultura universal. Y de cualquier forma, sabemos más acerca de otras religiones mundiales hoy en día de lo que sabían los antiguos, y como resultado ya no podemos hacer las mismas afirmaciones que ellos (desde su enorme ignorancia del exterior) sobre que el cristianismo es la única vía de salvación.

   Pero, una vez más, este argumento descansa sobre una mentira. Quizás estas personas estén pensando en el estado de cosas en las Épocas Oscuras o el período medieval. Pero durante el siglo l el cristiano griego o romano promedio conocía, por experiencia o por contactos cotidianos muchas más cosas sobre otras religiones que el cristiano promedio (en nuestro mundo occidental moderno) sabe hoy día. Dejemos que la vívida descripción que hace Lucas de Atenas, con sus interminables altares a infinitos dioses y diosas, nos recuerde que el mundo en el que nació el cristianismo estaba repleto de religiones y filosofías de todo tipo. Estaba la religión clásica de los dioses del Olimpo, en su versión romana y griega, con sus hermosos templos y ceremonias oficiales. Estaban las religiones arcanas, que ofrecían a sus devotos unirlos con el dios y sacarlos fuera de sí mediante experiencias de éxtasis [1 Co. 12:2].

   Eran bastante normales, al menos bajo su forma popular, los mitos sobre la transmigración de almas, el purgatorio y la reencarnación que provenían del hinduismo y se infiltraban en la religión y filosofía griegas por medio de los pitagóricos y de Platón. Existían religiones tremendamente ascéticas (Col 2:20-23), y otras permisivas, que consideraban que la fornicación y la homosexualidad eran formas de conducta aceptables (2 P. 2; Jud. 7-8). Había religiones de corte filosófico calmado [Col. 2:8]; había otras en las que el fanatismo podía desbordarse rápidamente en persecuciones, disturbios y asesinatos ]Hch. 9:1-2; 19:21-40]. Como remate de todo esto, muchas ciudades del mundo antiguo, tal y como nos recuerda Hechos repetidamente, existían ya sinagogas judías, que a menudo tenían un buen número de adeptos gentiles. Y en medio de este torbellino de religiones, el cristianismo no fue, al menos durante sus primeros doscientos años de existencia, la religión oficial de una cultura monolítica, sino una minoría reducida, cargada de problemas y a menudo perseguida, dentro de un imperio gigantesco y cosmopolita. 

   Entonces, los cristianos no predicaban a Jesucristo como el único Salvador del mundo porque no supieran mucho sobre otras religiones, sino porque sabían demasiado de ellas. Sabían que ninguna de ellas ofrecía una verdadera limpieza de conciencia, la paz genuina con Dios, la seguridad de la salvación y una sólida esperanza para el futuro del individuo y del mundo. Predicaban a Jesús como el único Salvador, no debido a su estrechez mental propia del imperialismo religioso, sino debido al puro gozo que suponía saber y comunicar que Dios, en la persona de Jesucristo, había hecho bastante por la salvación de toda la humanidad. No había otro sacrificio u otra salvación que fueran válidos; no existía otro sacrificio comparable en ningún otro lugar; pero tampoco era necesario otro sacrifico ni otra salvación. La paz con Dios es un don, disponible para todos, instantáneo y gratuito.

   Alguien puede decir: «Sí, pero si está muy bien que los cristianos crean esas cosas dentro de su propio círculo. Pero hoy en día, en Occidente, vivimos en una sociedad pluralista, donde no encaja verdaderamente con el espíritu cristiano ir por ahí intentando convertir al cristianismo a personas de otras creencias. Esto podría llevarnos a malas relaciones intracomunitarias, por no decir a los conflictos civiles». 

   El peligro es demasiado real; y la violencia que se perpetra en mucho lugares en nombre de la religión enferma a todo el que tenga dos dedos de frente. Pero cuando nos ponemos a analizar su causa es cuando hemos de tener cuidado con los diagnósticos superficiales. Hoy en día suele etiquetarse de actitud «fundamentalista» religiosa. 

   Pero este término, que se puede aplicar con igual propiedad a las pequeñas iglesias Amish y Menonitas, que creen en la Biblia, y al mismo tiempo a los millones de militantes islámicos, es una palabra descalificada para el análisis. Por lo que respecta al cristianismo, lo que ha causado esa intolerancia excesivamente frecuente, a la discriminación política y al derramamiento de sangre en nombre de la religión no ha sido la adherencia fiel a las doctrinas básicas de la Biblia. Ha sido más bien la desobediencia radical a la prohibición que hizo Cristo del uso de la espada, o de la violencia de cualquier tipo, ya fuere para promover o proteger la causa de Cristo, o para aumentar el numero de iglesias o reducir el de «herejes» e infieles. Pero la desobediencia anterior no se puede arreglar ahora con una deslealtad que minimiza o compromete las exigencias soberanas de Cristo por temor a que éstas ofendan a alguien.

   Pero aquí viene Hechos al rescate, una vez más, porque al decidir cuál debe ser la actitud cristiana, no podemos ignorar las practicas de los apóstoles de la iglesia.

   Se trata del dato, como suele registrar Hechos, de que los magistrados y gobernadores romanos, por ejemplo, se sentían irritados cuando se encontraban las primeras veces con el cristianismo. Se producían disturbios en zonas de las que ellos eran responsables, y una vez se investigaba el asunto parecía ser que los cristianos siempre tenían algo que ver. A veces, como en Filipos [Hechos 16:16-40] y en Éfeso [Hc. 19:23-41], se trataba de adeptos a diversas religiones gentiles a los que los cristianos habían molestado mucho. Con mayor frecuencia, como en Antioquía de Pisidia [Hc. 13:50], Listra [Hc. 14:19], Tesalónica [Hc. 17:5 9], Berea [Hc.17:13], Corinto [Hc. 18:12-17] y Jerusalén [Hc. 21:27- 26:32], se trató de los judíos.

   Ahora bien, los romanos, por lo general, eran bastante tolerantes con otras religiones; pero había algo que les impacientaba mucho, y era que las diferencias entre las diversas creencias o prácticas provocara conflictos civiles. El propio Lucas nos cuenta [Lc. 18:2] que el emperador Claudio, en un que momento dado, ordeno que todos los judíos se marcharan de Roma; y a partir del relato de este acontecimiento que tarde más registró el historiador romano Suetonio (Vida de Claudio XXV.4), parece ser que lo que provocó la ira de Claudio en esta ocasión fue «la disensión y los desórdenes dentro de la comunidad judía de Roma consecuencia de la introducción del cristianismo en una o más de las sinagogas de la ciudad».* 

   Al ser esto así, es evidente que Lucas tenía que dar algunas explicaciones cuando escribió «Sobre los orígenes del cristianismo » para beneficio de un tal Teófilo. No sabemos exactamente quién era Teófilo. Dado el título de «excelentísimo» que Lucas le dedica en el prólogo de su Evangelio (Lc. 1:3) podríamos pensar que se trataba de alguien importante. Podía haber sido «un miembro representativo del publico de clase media, inteligente, de Roma» interesado en el cristianismo pero sin convertirseúns. O puede que ya fuera creyente. En cualquier caso, para Lucas era importante demostrarle que en ningún caso fueron los cristianos que empezaron los disturbios. Los cristianos no iban por ahí insultando religiones de otras personas o comportándose con desacato en sus templos [Hc. 19:23-41; 21:27-29; 24:10-13]. Los cristianos aunque fueron muy perseguidos, nunca persiguieron a nadie. Es cierto que Pablo había perseguido con saña a algunos de sus compañeros judíos cuyas creencias no le gustaban [Hc. 7:58; 8:3; 9:1-2] antes de convertirse en cristiano; pero tras convertirse, nunca volvió a perseguir a nadie, y ni siquiera intentó vengarse de aquellos que no dejaban de acosarle [Hc. 28:17-22], en especial la ultima parte del [v. 19].

   Pero si Teófilo era un hombre reflexivo, como es probable que fuera, había una pregunta más profunda que Lucas tenía que responderle. Una vez concedido que los cristianos no habían comenzado los disturbios callejeros en el sentido de tirar piedras o atacar a sus oponentes, ¿por qué tenían que ir siempre diciendo cosas en sus sermones y predicaciones públicas que molestaran tanto a judíos como a gentiles? 

   ¿Por qué Pedro y Pablo no dejaban de insistir en su afirmación de que Jesús había resucitado de entre los muertos y era el Mesías, aun cuando predicaran en la sinagogas judías donde sabían que se trataba de un tema intocable? ¿Por qué no podían concentrarse en sus enseñanzas morales y en sus maravillosas visiones sobre la paternidad de Dios, sobre las cuales, tanto cristianos como judíos, estaban de acuerdo?

   ¿Y por qué tuvo que decir Esteban que el templo de Jerusalén nunca había sido más que un medio parcial y temporal de comunión con Dios, y que Jesucristo lo iba a dejar obsoleto, cuando debía haberse dado cuenta de lo ofensivo que resultaba para sus compatriotas judíos y sus susceptibilidades y más preciadas creencias? [Hc. 6:8-8:3]

   ¿Y por qué los apóstoles tenían que menospreciar aquel ritual tan antiguo y tan respetado de la circuncisión, diciendo que no contribuía en absoluto a la salvación de nadie, ya fuera gentil o judío? [cap. 15].

   Una de los principales médiums espiritistas de Filipos [Hc. 16:16-39], cuyos servicios eran tan necesarios para muchas de las personas de aquella ciudad, dio la bienvenida pública a Pablo y a su equipo evangelístico, y les sugirió que ellos y ella tenían mucho en común ya que en realidad apuntaban a la misma meta. ¿Por qué Pablo se volvió contra ella, rechazo ayuda, denunció su peculiar forma religiosa como algo maligno, y como resultado provocó semejante amargura en la ciudad? 

   Los pensadores más destacados del momento ya hacía tiempo que habían sugerido que todas las religiones, fueran cuales fuesen los nombres con que definieran al Ser Supremo —Zeus, Yahvé, Júpiter, Baal o el Único— eran iguales. ¿Por qué los cristianos no podían aceptar que todas las religiones eran distintas pero igualmente válidas a la hora de alcanzar el mismo Dios? ¿Por qué ofender tantas tradiciones y culturas, creando semejante rencor y provocando esa animosidad religiosa, disturbios civiles, y todo por intentar convertir sin cesar al cristianismo a personas de otros credos? 

   Incluso desde Julio César, sucesivos gobiernos romanos habían promulgado leyes especiales para proteger la religión judía, por extraña que les resultara. Y Lucas es testigo de que el gobernador romano promedio (aunque no estuviera corrupto como Félix, Hc. 24:26-27) insistía en que los cristianos tenían todo el derecho legal de propagar sus ideas propias (Hc. 26:31). Pero un hombre como Pablo, que iba por todas partes exponiendo sus ideas hasta el punto de enfurecer a sus compatriotas judíos y acabar maltratado tanto por judíos como por gentiles…ese hombre no podía ser otra cosa que un loco (Hc. 26:24).

   Entonces, ¿por qué lo hacían los apóstoles? Al menos, los cristianos pueden decir que los apostoles elegidos por Cristo bautizados y llenos del Espíritu Santo, usados por Dios para fundar la Iglesia, fueran por ahí con una conducta no cristiana. Entonces, ¿qué explicación podía darle Lucas a Teófilo que justificara tal actitud y le convirtiera al cristianismo si es que no era creyente, o, si lo era, le confirmara en su fe y le inspirara a seguir el ejemplo de ellos? 

   La respuesta a estas preguntas es el libro de Hechos. Podemos citar unos ejemplos.

   La explicación que dio Pedro al Sanedrín sobre por qué debía seguir predicando en el nombre de aquel Jesús al que ellos habían ejecutado, demostró que no estaba motivado por la venganza o la intolerancia religiosa: lo que estaba en juego era la salvación de la humanidad. Jesús era el Salvador universal de Dios para todos los hombres (Hc. 4:12). Y tenía que seguir proclamando a Jesús para beneficio de toda esa gente, sin importar a quién le molestara.

   Pedro y Santiago se cuidaron de explicar a sus creyentes por qué debían enviar cartas a las iglesias cristianas denunciando como falsas las ideas de aquellos «creyentes (Hc. 15:5) que enseñaban que el ritual de la circuncisión y guardar la ley eran cosas necesarias para salvarse. No enviar un aquellas cartas para garantizar la victoria de la mente estrecha de una secta cristiana sobre otra, relativa a un punto teológico secundario. Una vez más, lo que se jugaban era la salvación del pueblo. Enseñar que la salvación depende de ritual o de guardar la ley suponía someter al pueblo a una intolerable esclavitud religiosa [Hc. 10-11], dijo Pedro, cuando podían ser libres, y debían serlo. No se puede permitir que ninguna tradición religiosa, por sagrada que sea, mantenga a las personas en la esclavitud. Hacer eso seria tentar al propio Dios [Hc. 15:10]. 

   Los filosofos aciertan al considerar sus propios sistemas epistemológicos, morales y políticos con la debida desconfianza. El mejor de ellos es, después de todo, un sistema lógico imperfecto basado en unos axiomas elegidos arbitrariamente. El motivo por el que Pablo afirmaba la resurrección de Cristo ante el Areópago de Atenas con semejante certidumbre dogmática era que la resurrección de Cristo no es una teoría filosófica sino un hecho histórico, mediante el cual Dios comunica a todos los hombres que Cristo sera su Juez [Hc. 17:30-31]. Los hombres no serán juzgados por diferentes jueces dependiendo del sistema filosófico en que haya militado en esta tierra. Todos los hombres se presentarán delante de Cristo. Esto es algo radicalmente cierto; y al llamar a todos los hombres, en todo el mundo, al arrepentimiento y a prepararse para enfrentarse a ese Juez, Pablo no actuaba con deferencia, presentando una moción para un debate filosófico: manifestaba una orden del Dios Todopoderoso, y debía obedecerse. De cualquier modo, este fue el motor que motivó y capacitó a los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Hechos nos preguntará amablemente si estamos conectados a ese mismo motor.

Puede interesarle: La lección para todos 

Según Hechos: Permaneciendo fiel a la fe [David Gooding]

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* John Hick (ed.), El mito de Dios encarnado (Londres: SCM Press, 1977), pág. 4.

* FF Bruce, The Book of Acts, New International Commentary on the New Testament (Grand Rapids, MI: wm B. Eerdmans, p. 347, Suetonio, Vida de Claudio XXV4.

** Véase el correcto análisis en F. F. Bruce, The n Book Acts, New International Commentary on the New Testament (Grand Rapids, MI: Wm B. Eerdmans, 221988), pp. 28-30.

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