Ministrar y ser ministrado  

  «Porque deseo veros para comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis fortalecidos; esto es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí». —Romanos 1.11–12

Por Christopher Shaw

Por largo tiempo Pablo había albergado en su corazón el deseo de visitar a los cristianos que residían en Roma. Era inevitable que el apóstol, que tanto había contribuido a la expansión del reino, fijara los ojos en la capital del vasto Imperio Romano. En el texto de hoy se encuentra claramente la razón que lo movía a realizar este viaje.

Así como lo hizo en todos los lugares por los que había pasado, Pablo también deseaba ministrar en Roma la Palabra y confortar a los hermanos en la fe. El que tiene una verdadera vocación pastoral no puede evitar ejercer su ministerio dondequiera que se encuentre, pues la tarea pastoral no es un trabajo, sino la manifestación de una vocación. Por esta razón, entonces, el apóstol deseaba llegar a la capital con el fin de «confirmar» a los hermanos impartiéndoles algún don espiritual. Se entiende por esta frase que él deseaba seguir edificando a la iglesia para que alcanzara la plenitud de su potencial en Cristo Jesús. Esto consistía en que recibieran y aprendieran a utilizar los dones que el Señor había entregado a su pueblo.

Resulta interesante, sin embargo, observar el resto del texto de nuestro devocional. Pablo no solamente deseaba llegar hasta ellos para ministrarles, sino que él también anhelaba recibir de ellos todo lo que quisieran darle. Encontramos en este deseo una profunda comprensión de la dinámica de la iglesia, donde todos nos edificamos mutuamente para producir el crecimiento del cuerpo de Cristo.

Esta receptividad hacia el ministerio de los demás es una de las actitudes más difíciles de encontrar en los pastores. Es muy fácil que el pastor llegue a pensar que él es el que edifica la iglesia y que su única función dentro del cuerpo es la de estar dirigiendo y ministrando la vida de los demás. Cuando esta perspectiva se hace fuerte en el líder, le cuesta relajarse en la presencia de los demás, para sacarse «la chaqueta» de pastor y moverse como un miembro más del cuerpo. En ocasiones, incluso, el pastor traslada esta actitud a su hogar y trata a su esposa e hijos como si fueran también miembros de la congregación.

El peligro de esta postura es comenzar a creer que no existen, dentro de la congregación, personas que realmente nos pueden ministrar. De este modo, nuestro trato con ellos se convierte en un camino unidireccional. Nosotros siempre damos y ellos siempre reciben. El apóstol Pablo, a pesar de gozar de un prestigio y un perfil sin igual dentro de la iglesia del primer siglo, poseía un corazón abierto y humilde, dispuesto a recibir de sus hermanos lo que ellos pudieran entregarle de parte de Dios. Esta clase de líder es el que más inspira a sus seguidores, porque no se presenta como perfecto sino, más bien, como alguien que también está en el proceso de formación. Lejos de restarle autoridad, esta actitud enaltece su persona y bendice su vida.

Para pensar:

«Ni el ojo puede decir a la mano: “No te necesito”, ni tampoco la cabeza a los pies: “No tengo necesidad de vosotros”» (1 Co 12.21).

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