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«Pero gracias a Dios, que nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y que por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento, porque para Dios somos grato olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden: para estos, ciertamente, olor de muerte para muerte, y para aquellos, olor de vida para vida». — 2 Corintios 2.14–16
El apóstol Pablo, al igual que el Maestro de Galilea, frecuentemente utilizaba ejemplos de la vida real para ilustrar las grandes verdades del evangelio. Si no estamos enterados de la analogía que está usando podremos perder gran parte de la riqueza del texto, como puede suceder en el pasaje en que se basa nuestra reflexión de hoy.
La ilustración fue tomada de una práctica de las interminables campañas militares del invencible ejército romano. Cualquiera de los habitantes de la capital del imperio habrían tenido oportunidad de presenciar alguno de estos acontecimientos. Otros, habrían escuchado los relatos de tan memorable espectáculo. Se trataba del desfile triunfal que realizaban los generales que concluían con éxito una campaña contra algunos de los pueblos enemigos del vasto territorio que controlaban.
Cuando lograban sofocar una rebelión -como en el caso de la fatal rebelión de los judíos en el año 70 a.C.- o ponían fin a alguna incursión para conquistar nuevos pueblos, el ejército victorioso retornaba a Roma, y entraba a la gran ciudad con un desfile triunfal. El espectáculo era presenciado por toda la población, que veía con sus propios ojos los frutos de la campaña realizada. La increíble procesión iba acompañada de toda la pompa típica de la vida en Roma. Encabezaban la marcha los sacerdotes que servían a los diferentes dioses del imperio, portando recipientes con incienso, los cuales desparramaban un fragante perfume a lo largo de toda la ruta del desfile. Atrás de ellos marchaban las tropas del ejército victorioso, vitoreados por el pueblo. Los soldados eran seguidos por el ejército derrotado, el cual llegaba a Roma encadenado, para ser vendidos como esclavos o convertidos en gladiadores. La procesión terminaba con la carroza que llevaba al general que había dirigido a las tropas victoriosas.
Cada uno de los que participaba de la marcha podía sentir el perfume que iban dejando los sacerdotes, pero tenía distinto significado para quienes lo olían. Para las tropas del ejército romano el aroma endulzaba la victoria obtenida, pero para el ejercito vencido, el mismo olor anunciaba la inminente muerte de muchos de ellos.
Del mismo modo, Cristo despliega el perfume de su victoria en la sociedad en que vivimos. Nosotros, su iglesia, somos los que despedimos el aroma de su triunfo. Algunos, percibiendo este dulce olor, encuentran al Cristo victorioso detrás de la vida de sus hijos. Para otros, sin embargo, la necedad de la cruz no significará otra cosa que el anuncio de su propia muerte espiritual. Sea cual sea la realidad, recae sobre nosotros ser testigos del triunfo de nuestro Señor. Despedimos perfume de cosas santas cuando escogemos vivir la clase de vida a la que hemos sido llamados. Es decir, logramos que otros vean al Mesías en nuestras palabras, nuestros gestos y actitudes, nuestro comportamiento y nuestras obras.
Para pensar:
La marcha triunfal de Cristo no es algo que está reservado para el futuro, sino una realidad visible en todos los lugares, donde su iglesia avanza victoriosa sobre las tinieblas.