«Tenemos, pues, diferentes dones, según la gracia que nos es dada: el que tiene el don de profecía, úselo conforme a la medida de la fe; el de servicio, en servir; el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con generosidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría». — Romanos 12.6–8
Por Christopher Shaw
Durante la última etapa de su ministerio terrenal el Señor compartió con los discípulos la parábola de los talentos. En esta parábola (Mt 25.14–30) Jesús dejó bien en claro que cuando él estuviera ausente físicamente esperaba de ellos un buen uso de los talentos que habían recibido de parte de Dios. El resultado que buscaba de los diferentes siervos no era igual para cada uno de ellos, sino proporcional a lo que habían recibido. Todos ellos, sin embargo, recibirían su premio por la buena administración de los bienes del rey.
Pablo, en el texto de hoy, apunta a una idea similar. Cada una de las personas que conformamos el cuerpo de Cristo hemos recibido dones. Ninguno de nosotros tuvo algo que ver en el don que nos fue entregado, sino que Dios reparte a cada uno en particular según su propia sabiduría y las necesidades de la iglesia (1 Co 12.11). En esto el Padre, que conoce aun los aspectos de nuestra vida que nosotros desconocemos, entrega dones que complementarán a la perfección las particularidades de nuestra personalidad e historia personal.
El apóstol desea que los hermanos de la iglesia de Roma tomen conciencia de que ellos tienen la responsabilidad de añadir algo a esos dones que han recibido, que es el compromiso personal de usarlos en una forma que agrada a Dios. Es decir, el don alcanza su mejor nivel de eficacia cuando el ejercicio de él va acompañado de la actitud que le corresponde: la profecía debe ser acompañada por la fe, el servicio por actos de asistencia, la administración por un espíritu compasivo y generoso, etcétera.
La razón por la cual es importante resaltar este principio es porque al líder le resulta fácil llevar adelante su ministerio solamente en la fuerza del don que le ha sido concedido. Un buen ejemplo de esto es Salomón, quien había solicitado a Dios que le diera sabiduría para gobernar al pueblo. Jehová oyó su petición y le concedió lo que había pedido (1 R 3.10–15). No obstante, el rey rápidamente se desvió del camino de su padre David. Tomó para sí mujeres de otras naciones, en abierta contraposición a lo establecido por la ley. Invirtió una enorme cantidad de recursos en construir un palacio lujoso para sí mismo. La sabiduría que había recibido dejó de ser útil y terminó escribiendo el libro de Eclesiastés, una obra pesimista que da testimonio de la «vanidad» del camino recorrido por Salomón.
Cada líder tiene la responsabilidad de usar bien los dones que ha recibido. Esto significa que deberá agregar al don el esfuerzo, la disciplina y la práctica que garantizan que ese don alcance su máximo potencial. De este modo, el líder se asegurará de todo el respaldo y la bendición de Dios en el ministerio que le ha sido confiado.
Para pensar:
¿Cuál es el don que ha recibido de Dios? ¿Qué pasos ha tomado para cultivar su uso? ¿Qué puede hacer para continuar el desarrollo del mismo?