Mensaje y Vida

  
«Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de robar, ¿robas? Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio?». —  Romanos 2.21–22

Por Christopher Shaw

La trayectoria del líder lo va a llevar, siempre, a situaciones de dolor y angustia, situaciones que hubiera preferido evitar. Estas pueden incluir experiencias tan amargas como la oposición, el abandono o la traición; todas estas experiencias fueron parte de la vida de Aquel que fue delante de nosotros para indicarnos el camino a seguir. El líder maduro es aquella persona que ha llegado al punto en que entiende que esta realidad ha sido incluida en su llamado y la acepta como parte de lo que significa ejercer influencia sobre otros.

Existe una condición, sin embargo, que es más pesada y difícil de llevar para el líder y es la que el apóstol describe en el texto de hoy. Se trata de la angustia que acosa a la persona que habla y enseña verdades a otros y que no practica en su propia vida. Si bien Pablo estaba dirigiéndose a los judíos, esta realidad frecuentemente acompaña a los que tenemos responsabilidad de formar al pueblo de Dios. La descripción que realiza de la falsa confianza que acompaña al judío podría bien aplicarse a los que pastorean al pueblo de Dios: «Tú te llamas judío, te apoyas en la Ley y te glorías en Dios; conoces su voluntad e, instruido por la Ley, apruebas lo mejor; estás convencido de que eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los ignorantes, maestro de niños y que tienes en la Ley la forma del conocimiento y de la verdad» (Ro 2.17–20).

Es precisamente este conocimiento más acabado de la Palabra lo que nos lleva a creer que estamos en otra dimensión de la vida espiritual. Confiamos que esa mayor percepción de la verdad de Dios, junto al rol que nos ha dado de ayudar a los que andan en ignorancia, es prácticamente lo mismo que vivir el modo de vida que predicamos a otros. No obstante, nuestras habilidades como comunicadores no pueden apagar el insistente testimonio de nuestro propio espíritu, que nos dice que no estamos situados donde el Señor quiere tenernos: en la práctica de la vida espiritual. El líder que aún conserva sensibilidad a la existencia de esta incongruencia en su propia vida personal, no podrá soportar por mucho tiempo la dicotomía en la que está viviendo.

¿Quiere decir esto que no podemos hablar ni enseñar de temas acerca de los cuales no tenemos experiencia? ¡De ningún modo! ¡No hace falta divorciarse para poder hablar con autoridad del divorcio! Pero sí debemos saber que nuestra autoridad tiene una relación directa con nuestro compromiso de vivir lo que enseñamos a otros. Usted logrará más respuesta por el respaldo que su vida le da al mensaje que predica, que por la elocuencia de sus palabras o lo elaborado de sus apuntes.

Para pensar:

La práctica de la vida espiritual es la que hace al maestro eficaz.

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