El Cristianismo durante los Siglos I y II: El paganismo en la época apostólica [Primera Parte]
El pueblo judaico esperaba el cumplimiento de las profecías que desde antiguo e anunciaban el nacimiento del Mesías: los gentiles o paganos advertían la ineficacia de sus filosofías, doliéndose de la vanidad de sus ídolos, y suspiraban por algo mejor y que más satisficiera a sus aspiraciones religiosas, cuando en Belén nació el Cristo en medio de acontecimientos extraordinarios que llamaron la atención aun entre las gentes más sencillas, a la media noche, unos pastores se vieron rodeados de un resplandor celestial y oyeron la voz del ángel que les decía:
«No temáis: porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, Salvador, que es Cristo el Señor Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lc. 2: 10 y 11, 13 y 14).
Así, pues, en el tiempo señalado por el Padre, vino a la tierra el Salvador, esparciendo la bendita y gloriosa luz del Evangelio.
Sin embargo, cuando apareció el Mesías, el Deseado de las naciones los principales judíos le rechazaron porque no se veía en Él ni resplandor ni poder, según el mundo. No prometía libertarlos del ominoso yugo de los romanos, ni restablecer el reinado de Israel. Por esta razón, los suyos a quienes visitó no quisieron recibirle (1) y, permaneciendo insensibles a sus milagros y sordos a sus Palabras de vida, rehusaron aceptarlo como jefe. A grandes voces pidieron al gobernador romano que le crucificara, y Pilato satisfizo su deseo crucificando al Salvador, a quien Dios resucitó libertándole de los lazos de la muerte, porque no era posible ser detenido en ella (2), en cumplimiento de la hermosa profecía de David:
«Subiste a lo alto, llevaste multitud de cautivos, recibiste dones para distribuir entre los hombres, y aun entre los rebeldes, para que Tú moradores entre ellos» (Sal. 68:18).
Roma dominaba en la mayor parte de la tierra conocida y, a excepción de los judíos, todos los pueblos profesaban el paganismo.
Maravillosas esculturas, cinceladas por Fidias, Prexísteles y otros inmortales artistas, ocupaban lugares preferentes en aquellos magníficos templos levantados a las falsas divinidades. El judaísmo disponía al mismo tiempo, en gran número de ciudades, de celebrados monumentos religiosos, de imponentes sinagogas, en las que las riquezas artísticas del estilo arquitectónico rivalizaban con las valentías de la construcción. Siempre se lograba autorización para establecer una sinagoga donde se reunían diez personas solicitando su apertura—según se cree, sólo en Jerusalén había 480—; en Alejandría, Roma, Babilonia, en el Asia Menor, en Grecia, en Italia, en una palabra, en todas las ciudades de relativa importancia, existían centros de reunión destinados a la celebración del culto y a la discusión de los asuntos de la comunidad (3). El Evangelio ofrecía con su doctrina el logro de sus aspiraciones a los gentiles y la realización de sus esperanzas a los judíos, respondiendo a las necesidades de unos y otros.
Los judíos de Jerusalén fueron los primero que oyeron la predicación de la libre y completa redención por Cristo, y en el día del Pentecostés «el número de los discípulos aumentó cerca de tres mil», mientras que, poco más tarde, formaban la Iglesia unos cinco mil hombres». El autor del libro de los Hechos de los apóstoles observa que «la Palabra de Dios crecía en Jerusalén, multiplicándose extraordinariamente el número de los creyentes, y una gran compañía de los sacerdotes obedecía a la fe» (Hch. 6:7).
Cuando más tarde el Evangelio fue predicado por toda la Judea, el apóstol Pedro, por medio de una visión divina, recibió la orden de acompañar a unos hombres enviados por Cornelio para anunciar al centurión romano ya toda su familia la buena nueva de la salvación, por lo cual los gentiles pudieron gozar de los mismos privilegios que los judíos (4): cumpliéndose así las palabras del Salvador a Pedro, cuando dijo: «… te daré las llaves del Reino de los cielos» (Mt. 16:19). De las cuales Pedro se sirvió para abrir el Reino a los gentiles, quienes fueron hechos herederos de Dios y, de «alejados» que estaban, fueron acercados a Él por la sangre de Cristo (véase Ef. 2:13)
Así se formó un pueblo nuevo, la Iglesia del Señor, compuesto por judíos y gentiles en un mismo pie de igualdad, y con una conciencia muy clara de su novedosa radicalidad. La palabra «iglesia», del griego secular ekklesia, adoptada por los primeros cristianos para nombrar sus reuniones, ha llegado a ser un término denso y ambiguo por su uso. En las lenguas germánicas, alemán Kirche, inglés church, holandés kerk, etc., procede del griego popular bizantino kriké, que significa «casa o familia del Señor» (no viene de «curia» como pensaba Lutero, por lo que quería substituirla por el término “comunidad»). En las lenguas románicas, español iglesia, francés église, italiano chiesa, incluido el galés eglwys, se ha mantenido la dependencia directa de la palabra griega usada en el Nuevo Testamento, ekklesia, que designa la sesión actual de una asamblea del pueblo libre. Pero lo decisivo del concepto ekklesia, como escriben Ángel Calvo y Alberto Ruiz, no es su etimóloga griega, sino el ser la traducción del hebreo kahal (asamblea convocada), palabra que viene esencialmente determinada al añadirle «del Señor». Así, no constituye Iglesia el hecho de que algunos se reúnan en libertad, sino el grupo que lo hace teniendo al Dios de Jesús como convocante y centro de la reunión. De este modo, este término profano se convierte en una noción religiosa que luego se entendería en sentido escatológico. Cuando la primitiva comunidad se denomina a sí misma Iglesia, se está calificando como el nuevo y verdadero pueblo de Dios. Si no se adoptó el nombre de Sinagoga, fue seguramente para indicar su libertad respecto a la ley de Moisés y la no necesidad de un número mínimo de componentes» (5).
Aquella iglesia era «la columna y el apoyo de la verdad» (1 Ti. 3:15); era además el reinado de Dios sobre la tierra, una iglesia espiritual y no sencillamente una iglesia de gentes que hacían profesión de Cristianos. En otras palabras, era la familia y la casa de Dios en el mundo, unida a su familia en el cielo; la sola Iglesia verdaderamente universal y católica. Todos aquellos que hayan recibido el bautismo espiritual pertenecen a la verdadera Iglesia católica, sea cual sea la denominación a la que pertenezcan. En cambio, todos aquellos que no han recibido este bautismo están alejados de la Iglesia, separados del cuerpo cristiano, sea cual fuere el «nombre» que se den y la religión que pretendan profesar.
1.Véase Juan 1:11
- Véase Hechos 2:24 3. A. P Stanley, Lectures on the History of the Jewish Church, 3 vols., cap. Ill. pp. 463-465 (Londres, 1863-1876).
- A. P. Stanley, Lectures on the History of the Jewish Church, 3 vols., cap. III. pp. 463-465 (Londres, 1863-1876). Historia de la Iglesia Primitiva: E. Backhouse y C. Tyler Pags. 17-18
- Véase Hechos
- Ángel Calvo Cortés Alberto Ruiz Dlaz. Fara leer una ecleriologia elemental, p. 12. ed. Verbo Divino, Estella, 1990, 3ea. ed.